Hay quienes un día marchan sin mirar atrás, dejando en su estela los rastros de promesas deshechas y sueños suspendidos. Se van, sí, pero no solo se van; abandonan. Y ese abandono no es sino el peso invisible que recae sobre aquellos que se quedaron, quienes alguna vez dieron su voz y su voto, como un río que se entrega al mar sin saber que un día puede secarse.
Como sombras en un juego de poder, estos hombres y mujeres se movían con destreza, entre murmullos y aplausos, forjando alianzas que parecían tan firmes como las raíces de un viejo roble. Pero no era unidad verdadera, sino un pacto frágil y transitorio, urdido con hilos de conveniencia y sustentado apenas en la ambición de vencer en las elecciones. No había en esos lazos un compromiso duradero, sino solo el deseo de conquistar el momento, de vencer al oponente. Era una alianza para la victoria, no para la gestión.
Y así, cuando el polvo de la campaña se asienta y llega el momento de transformar promesas en acciones, esa unidad, que alguna vez se exhibió como símbolo de fortaleza, se disuelve como niebla al amanecer. Los vecinos, aquellos por quienes todo esto parecía haber nacido, son ahora los testigos silenciosos del desvanecimiento. La confianza, antes cálida y cercana, se ha vuelto fría, distante, como una estatua de mármol que preside el centro de una plaza vacía.
Los que se quedan miran desde abajo, confundidos, atrapados en la sombra de lo que una vez fue promesa de cambio. Los vecinos, aquellos que esperaban un frente unido en pos de mejorar sus vidas, se encuentran ahora con alianzas rotas y caminos deshechos. La unidad forzada no resiste la prueba del tiempo ni del trabajo verdadero; se quiebra ante la primera necesidad de gestión, de acción, como una cáscara vacía.
El juego del poder, ese tablero de movimientos calculados y miradas furtivas, a veces se convierte en un espectáculo donde el protagonismo y la ambición borran la memoria de los rostros que alguna vez aplaudieron. Esos rostros, los de los vecinos, los de aquellos que aguardaban un cambio, son ahora como espectadores olvidados en el teatro, con butacas vacías a su alrededor y el eco de un aplauso que se perdió en el tiempo.
Así, los que se van dejan una herencia de soledad y desconfianza. Se olvidan de aquellos que apostaron por sus promesas, de aquellos que hicieron fila bajo el sol para depositar un voto. Se van, dejando atrás la carga de un ideal roto, de un futuro que nunca llegó, exponiendo al que se queda como un barco sin timón, a la deriva, en medio de una tormenta de preguntas sin respuesta.
Y al final, el intendente, esa figura que debía ser el faro, se encuentra solo, rodeado de los escombros de alianzas que se derrumbaron. La unidad por conveniencia, que apenas alcanzó para la victoria, no logra sostenerse para la gestión. Se queda con la mirada fija en el horizonte, tratando de desentrañar el rumbo en una noche sin estrellas. Los que se fueron, en su prisa por ganar nuevos territorios o por huir de su propia sombra, han dejado la ciudad en un crepúsculo perpetuo, donde las promesas son susurros que se pierden en el viento y los engañados, miran con ojos cansados, buscando el amanecer.